El Evangelio de hoy nos presenta el episodio del
hombre ciego de nacimiento, a quien Jesús le da la vista.
El largo relato inicia
con un ciego que comienza a ver y concluye —es curioso esto— con presuntos
videntes que siguen siendo ciegos en el alma. El milagro lo narra Juan en
apenas dos versículos, porque el evangelista quiere atraer la atención no sobre
el milagro en sí, sino sobre lo que sucede después, sobre las discusiones que
suscita.
Incluso sobre las habladurías, muchas veces una obra buena, una obra
de caridad suscita críticas y discusiones, porque hay quienes no quieren ver la
verdad. El evangelista Juan quiere atraer la atención sobre esto que ocurre
incluso en nuestros días cuando se realiza una obra buena. Al ciego curado lo
interroga primero la multitud asombrada —han visto el milagro y lo interrogan—,
luego los doctores de la ley; e interrogan también a sus padres.
Al final, el
ciego curado se acerca a la fe, y esta es la gracia más grande que le da Jesús:
no sólo ver, sino conocerlo a Él, verlo a Él como «la luz del mundo» (Jn
9, 5). Mientras que el ciego se acerca gradualmente a la luz,
los doctores de la ley, al contrario, se hunden cada vez más en su ceguera
interior. Cerrados en su presunción, creen tener ya la luz; por ello no se
abren a la verdad de Jesús.
Hacen todo lo posible por negar la evidencia, ponen
en duda la identidad del hombre curado; luego niegan la acción de Dios en la
curación, tomando como excusa que Dios no obra en día de sábado; llegan incluso
a dudar de que ese hombre haya nacido ciego. Su cerrazón a la luz llega a ser
agresiva y desemboca en la expulsión del templo del hombre curado.
El camino del ciego, en cambio, es un itinerario en
etapas, que parte del conocimiento del nombre de Jesús. No conoce nada más
sobre Él; en efecto dice: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó
en los ojos» (v. 11). Tras las insistentes preguntas de los doctores de la ley,
lo considera en un primer momento un profeta (v. 17) y luego un hombre cercano
a Dios (v. 31). Después que fue alejado del templo, excluido de la sociedad,
Jesús lo encuentra de nuevo y le «abre los ojos» por segunda vez, revelándole
la propia identidad: «Yo soy el Mesías», así le dice. A este punto el que había
sido ciego exclamó: «Creo, Señor» (v. 38), y se postró ante Jesús.
Este es un
pasaje del Evangelio que hace ver el drama de la ceguera interior de mucha
gente, también la nuestra porque nosotros algunas veces tenemos momentos de
ceguera interior.
Nuestra vida, algunas veces, es semejante a la del
ciego que se abrió a la luz, que se abrió a Dios, que se abrió a su gracia. A
veces, lamentablemente, es un poco como la de los doctores de la ley: desde lo
alto de nuestro orgullo juzgamos a los demás, incluso al Señor.
Hoy, somos
invitados a abrirnos a la luz de Cristo para dar fruto en nuestra vida, para
eliminar los comportamientos que no son cristianos; todos nosotros somos cristianos,
pero todos nosotros, todos, algunas veces tenemos comportamientos no
cristianos, comportamientos que son pecados.
Debemos arrepentirnos de esto,
eliminar estos comportamientos para caminar con decisión por el camino de la
santidad, que tiene su origen en el Bautismo. También nosotros, en efecto,
hemos sido «iluminados» por Cristo en el Bautismo, a fin de que, como nos
recuerda san Pablo, podamos comportarnos como «hijos de la luz» (Ef 5,
9), con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían
ni humildad ni paciencia ni misericordia.
Os sugiero que hoy, cuando volváis a casa, toméis el
Evangelio de Juan y leáis este pasaje del capítulo 9. Os hará bien, porque así
veréis esta senda de la ceguera hacia la luz y la otra senda nociva hacia una
ceguera más profunda.
Preguntémonos: ¿cómo está nuestro corazón? ¿Tengo un
corazón abierto o un corazón cerrado? ¿Abierto o cerrado hacia Dios? ¿Abierto o
cerrado hacia el prójimo? Siempre tenemos en nosotros alguna cerrazón que nace
del pecado, de las equivocaciones, de los errores. No debemos tener miedo.
Abrámonos a la luz del Señor, Él nos espera siempre para hacer que veamos
mejor, para darnos más luz, para perdonarnos. ¡No olvidemos esto!
A la Virgen
María confiamos el camino cuaresmal, para que también nosotros, como el ciego
curado, con la gracia de Cristo podamos «salir a la luz», ir más adelante hacia
la luz y renacer a una vida nueva.
Plaza de San Pedro IV Domingo de Cuaresma, 30 de marzo
de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario