El Evangelio del primer domingo de Cuaresma
presenta cada año el episodio de las tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu Santo,
que descendió sobre Él después del bautismo en el Jordán, lo llevó a afrontar
abiertamente a Satanás en el desierto, durante cuarenta días, antes de iniciar
su misión pública.
El tentador busca apartar a Jesús del proyecto
del Padre, o sea, de la senda del sacrificio, del amor que se ofrece a sí mismo
en expiación, para hacerle seguir un camino fácil, de éxito y de poder.
El
duelo entre Jesús y Satanás tiene lugar a golpes de citas de la Sagrada
Escritura. El diablo, en efecto, para apartar a Jesús del camino de la cruz, le
hace presente las falsas esperanzas mesiánicas: el bienestar económico,
indicado por la posibilidad de convertir las piedras en pan; el estilo
espectacular y milagrero, con la idea de tirarse desde el punto más alto del
templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le salven; y, por último, el atajo
del poder y del dominio, a cambio de un acto de adoración a Satanás.
Son los
tres grupos de tentaciones: también nosotros los conocemos bien.
Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones
y ratifica la firme voluntad de seguir la senda establecida por el Padre, sin
compromiso alguno con el pecado y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo
responde Jesús.
Él no dialoga con Satanás, como había hecho Eva en el paraíso
terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, porque es muy
astuto. Por ello, Jesús, en lugar de dialogar como había hecho Eva, elige
refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la fuerza de esta Palabra.
Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones,
nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y
esto nos salvará.
En sus respuestas a Satanás, el Señor, usando la Palabra de
Dios, nos recuerda, ante todo, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3); y
esto nos da fuerza, nos sostiene en la lucha contra la mentalidad mundana que
abaja al hombre al nivel de las necesidades primarias, haciéndole perder el
hambre de lo que es verdadero, bueno y bello, el hambre de Dios y de su amor.
Recuerda, además, que «está escrito también: “No tentarás al Señor, tu Dios”»
(v. 7), porque el camino de la fe pasa también a través de la oscuridad, la
duda, y se alimenta de paciencia y de espera perseverante.
Jesús recuerda, por
último, que «está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás
culto”» (v. 10); o sea, debemos deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas,
y construir nuestra vida sobre lo esencial.
Estas palabras de Jesús encontrarán luego
confirmación concreta en sus acciones. Su fidelidad absoluta al designio de
amor del Padre lo conducirá, después de casi tres años, a la rendición final de
cuentas con el «príncipe de este mundo» (Jn 16, 11), en la hora de la
pasión y de la cruz, y allí Jesús reconducirá su victoria definitiva, la
victoria del amor.
Queridos hermanos, el
tiempo de Cuaresma es ocasión propicia para todos nosotros de realizar un
camino de conversión, confrontándonos sinceramente con esta página del
Evangelio. Renovemos las promesas de nuestro Bautismo: renunciemos a Satanás y
a todas su obras y seducciones —porque él es un seductor—, para caminar por las
sendas de Dios y llegar a la Pascua en la alegría del Espíritu.
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