Hoy, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo
lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan
este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este
mundo (cf. Hch 1, 2.9).
El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el
mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a
todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o
mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale
hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.
Jesús sale,
asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo.
Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una
separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva.
Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y
también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de
nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para
prepararnos un lugar en el cielo.
Sin embargo, Jesús permanece presente y
activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su
Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos,
Él está.
Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando
caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y
discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre.
Está cerca de
todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está
con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está
con nosotros!
Jesús,
cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus
llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas
de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra
las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das».
Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque
seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros.
Contemplando las
llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo
de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas.
Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre
siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo
perdona.
Pero
Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar
su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir:
«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19).
Es un
mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en
salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las
comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida»
con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y
los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las
llagas de Jesús.
A sus
discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer
nada.
En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos,
nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y
la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta
ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.
Y junto
con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre,
es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con
nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.