El Evangelio de hoy nos presenta el
encuentro de Jesús con la mujer samaritana, acaecido en Sicar, junto a un
antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a
Jesús, sentado, «fatigado por el viaje» (Jn 4, 6). Y enseguida le dice:
«Dame de beber» (v. 7). De este modo supera las barreras de hostilidad que
existían entre judíos y samaritanos y rompe los esquemas de prejuicio respecto
a las mujeres. La sencilla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo
franco, mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de
una persona a la cual, según los esquemas sociales, no habría debido ni
siquiera dirigirle la palabra.
¡Pero Jesús lo hace! Jesús no tiene miedo. Jesús
cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene
nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin
juzgarla, sino haciendo que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así
en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.
Aquella sed de Jesús no era tanto sed de
agua, sino de encontrar un alma endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar
a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en
evidencia la sed que había en ella misma. La mujer queda tocada por este
encuentro: dirige a Jesús esos interrogantes profundos que todos tenemos
dentro, pero que a menudo ignoramos. También nosotros tenemos muchas preguntas
que hacer, ¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús! La cuaresma,
queridos hermanos y hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para
hacer emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pedir la
ayuda del Señor en la oración.
El ejemplo de la samaritana nos invita a
expresarnos así: «Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eternamente». El Evangelio dice que los discípulos
quedaron maravillados de que su Maestro hablase con esa mujer. Pero el Señor es
más grande que los prejuicios, por eso no tuvo temor de detenerse con la
samaritana: la misericordia es más grande que el prejuicio.
¡Esto tenemos que
aprenderlo bien! La misericordia es más grande que el prejuicio, y Jesús es muy
misericordioso, ¡mucho! El resultado de aquel encuentro junto al pozo fue que
la mujer quedó transformada: «dejó su cántaro» (v. 28) con el que iba a coger
el agua, y corrió a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. «He
encontrado a un hombre que me ha dicho todas las cosas que he hecho. ¿Será el
Mesías?» ¡Estaba entusiasmada! Había ido a sacar agua del pozo y encontró otra
agua, el agua viva de la misericordia, que salta hasta la vida eterna.
¡Encontró el agua que buscaba desde siempre! Corre al pueblo, aquel pueblo que
la juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anuncia que ha encontrado al Mesías:
uno que le ha cambiado la vida. Porque todo encuentro con Jesús nos cambia la
vida, siempre. Es un paso adelante, un paso más cerca de Dios. Y así, cada
encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es así.
En este Evangelio hallamos también
nosotros el estímulo para «dejar nuestro cántaro», símbolo de todo lo que
aparentemente es importante, pero que pierde valor ante el «amor de Dios».
¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os pregunto a vosotros, también a mí: ¿cuál
es tu cántaro interior, ese que te pesa, el que te aleja de Dios? Dejémoslo un
poco aparte y con el corazón escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra
agua, otra agua que nos acerca al Señor.
Estamos llamados a redescubrir la
importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y,
como la samaritana, a dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la
alegría. Testimoniar la alegría del encuentro con Jesús, porque he dicho que
todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y también todo encuentro con Jesús
nos llena de alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el Señor. Y
contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón,
cuando tenemos el valor de dejar aparte nuestro cántaro.
Plaza de San Pedro, tercer domingo de Cuaresma, 23 de marzo de 2.014
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