En el centro
de la liturgia de este domingo encontramos una de las verdades más
consoladoras: la divina Providencia.
El profeta Isaías la presenta con la
imagen del amor materno lleno de ternura, y dice así: «¿Puede una madre olvidar
al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque
ella se olvidara, yo no te olvidaré» (49, 15).
¡Qué hermoso es esto! Dios no se
olvida de nosotros, de cada uno de nosotros. De cada uno de nosotros con nombre
y apellido. Nos ama y no se olvida. Qué buen pensamiento...
Esta invitación a
la confianza en Dios encuentra un paralelo en la página del Evangelio de Mateo:
«Mirad los pájaros del cielo —dice Jesús—: no siembran ni siegan, ni almacenan
y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta... Fijaos cómo crecen los
lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su
fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 26.28-29).
Pero
pensando en tantas personas que viven en condiciones precarias, o totalmente en
la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer
abstractas, si no ilusorias. Pero en realidad son más que nunca actuales. Nos
recuerdan que no se puede servir a dos señores: Dios y la riqueza.
Si cada uno
busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Debemos escuchar bien esto. Si
cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Si, en cambio,
confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie
faltará lo necesario para vivir dignamente.
Un corazón
ocupado por el afán de poseer es un corazón lleno de este anhelo de poseer,
pero vacío de Dios. Por ello Jesús advirtió en más de una ocasión a los ricos,
porque es grande su riesgo de poner su propia seguridad en los bienes de este
mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios.
En un corazón
poseído por las riquezas, no hay mucho sitio para la fe: todo está ocupado por
las riquezas, no hay sitio para la fe. Si, en cambio, se deja a Dios el sitio
que le corresponde, es decir, el primero, entonces su amor conduce a compartir
también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de
desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, incluso recientes, en la historia
de la Iglesia.
Y así la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a
los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula
riquezas sólo para sí, sino que las pone al servicio de los demás, en este caso
la Providencia de Dios se hace visible en este gesto de solidaridad. Si, en
cambio, alguien acumula sólo para sí, ¿qué sucederá cuando sea llamado por
Dios? No podrá llevar las riquezas consigo, porque —lo sabéis— el sudario no
tiene bolsillos. Es mejor compartir, porque al cielo llevamos sólo lo que hemos
compartido con los demás.
La senda que
indica Jesús puede parecer poco realista respecto a la mentalidad común y a los
problemas de la crisis económica; pero, si se piensa bien, nos conduce a la
justa escala de valores.
Él dice: «¿No vale más la vida que el alimento, y el
cuerpo que el vestido?» (Mt 6, 25). Para hacer que a nadie le falte el
pan, el agua, el vestido, la casa, el trabajo, la salud, es necesario que todos
nos reconozcamos hijos del Padre que está en el cielo y, por lo tanto, hermanos
entre nosotros, y nos comportemos en consecuencia.
El camino
para la paz es la fraternidad: este ir juntos, compartir las cosas juntos.
Plaza de San Pedro, domingo 2 de marzo de 2.014
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