En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del
Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv
19,2).
Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto» (Mt 5,48). Estas palabras nos interpelan a todos
nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen especialmente a mí.
Imitar la santidad y la
perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin embargo, la Primera
Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo el comportamiento de
Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones.
Pero recordemos todos,
recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo sería vano. La santidad
cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad
―querida y cultivada―al Espíritu del Dios tres veces Santo.
El Levítico dice: «No odiarás de corazón a tu
hermano... No te vengarás, ni guardarás rencor... sino que amarás a tu
prójimo...» (19,17-18). Estas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros,
sin embargo, normalmente somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos...;
pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede
purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día.
Hacer este trabajo
de conversión, conversión en el corazón, conversión que todos nosotros
–especialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer. ¡Conversión!
También Jesús nos habla en el Evangelio de la
santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas
antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más
alta justicia del Reino de Dios.
La primera antítesis del pasaje de hoy
se refiere a la venganza. «Habéis oído que se os dijo: “Ojo por ojo, diente por
diente”. Pues yo os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale
la otra» (Mt 5,38-39). No sólo no se ha devolver al otro el mal que nos
ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.
La segunda antítesis se refiere a los enemigos:
«Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo,
en cambio, os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”
(vv. 43-44).
A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo
merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los
corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunidades y en
el mundo.
Queridos hermanos, Jesús no ha venido para enseñarnos los buenos
modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del
cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el
camino, el único camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y
este camino de santidad es la misericordia, que Él ha tenido y tiene cada día
con nosotros.
Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del
mundo. Esto es lo que el Señor nos pide.
El Espíritu Santo nos habla hoy por las palabras de san
Pablo: «Sois templo de Dios...; santo es el templo de Dios, que sois vosotros»
(cf. 1 Co 3,16-17). En este templo, que somos nosotros, se celebra una
liturgia existencial: la de la bondad, del perdón, del servicio; en una
palabra, la liturgia del amor.
Este templo nuestro resulta como profanado si
descuidamos los deberes para con el prójimo. Cuando en nuestro corazón hay
cabida para el más pequeño de nuestros hermanos, es el mismo Dios quien
encuentra puesto. Cuando a ese hermano se le deja fuera, el que no es bien
recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de amor es como una iglesia
desconsagrada, sustraída al servicio divino y destinada a otra cosa.
Basílica Vaticana, Domingo 23 de febrero de 2014
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