El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma
nos narra la resurrección de Lázaro.
Es la cumbre de los «signos» prodigiosos
realizados por Jesús: es un gesto demasiado grande, demasiado claramente divino
para ser tolerado por los sumos sacerdotes, quienes, al conocer el hecho,
tomaron la decisión de matar a Jesús (cf. Jn 11, 53).
Lázaro estaba muerto desde hacía cuatro días,
cuando llegó Jesús; y a las hermanas Marta y María les dijo palabras que se
grabaron para siempre en la memoria de la comunidad cristiana. Dice así Jesús:
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,
25-26).
Basados en esta Palabra del Señor creemos que la vida de quien cree en
Jesús y sigue sus mandamientos, después de la muerte será transformada en una
vida nueva, plena e inmortal. Como Jesús que resucitó con el propio cuerpo,
pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros
cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al
Padre, y la fuerza del Espíritu Santo, que lo resucitó, resucitará también a
quien está unido a Él.
Ante la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús
«gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”. El muerto salió, los pies y las
manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario» (vv. 43-44).
Este
grito perentorio se dirige a cada hombre, porque todos estamos marcados por la
muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere
que todos «la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Cristo no se resigna a
los sepulcros que nos hemos construido con nuestras opciones de mal y de
muerte, con nuestros errores, con nuestros pecados.
Él no se resigna a esto. Él
nos invita, casi nos ordena salir de la tumba en la que nuestros pecados nos
han sepultado. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión
en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta,
mediocre. «Sal afuera», nos dice, «Sal afuera».
Es una hermosa invitación a la
libertad auténtica, a dejarnos aferrar por estas palabras de Jesús que hoy
repite a cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las
«vendas», de las vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos,
esclavos de nosotros mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas.
Nuestra resurrección comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a este
mandamiento de Jesús saliendo a la luz, a la vida; cuando caen de nuestro
rostro las máscaras —muchas veces estamos enmascarados por el pecado, las
máscaras tienen que caer— y volvemos a encontrar el valor de nuestro rostro
original, creado a imagen y semejanza de Dios.
El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra
hasta dónde puede llegar la fuerza de la gracia de Dios, y, por lo tanto, hasta
dónde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio.
Pero escuchad bien: no
existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos. No existe
límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos, recordad bien esta
frase.
Y podemos decirla todos juntos: «No existe límite alguno para la
misericordia divina ofrecida a todos». Digámoslo juntos: «No existe límite
alguno para la misericordia divina ofrecida a todos».
El Señor está siempre
dispuesto a quitar la piedra de la tumba de nuestros pecados, que nos separa de
Él, la luz de los vivientes.
Plaza de San Pedro, quinto domingo de Cuaresma, 2 de abril de 2.014
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