Hoy la
lectura de los Hechos de los Apóstoles nos hace ver que también en la Iglesia
de los orígenes surgen las primeras tensiones y las primeras divergencias.
En
la vida, los conflictos existen, la cuestión es cómo se afrontan.
Hasta ese
momento la unidad de la comunidad cristiana había sido favorecida por la
pertenencia a una única etnia, y a una única cultura, la judía.
Pero cuando el
cristianismo, que por voluntad de Jesús está destinado a todos los pueblos, se
abrió al ámbito cultural griego, faltaba esa homogeneidad y surgieron las
primeras dificultades.
En ese momento creció el descontento, había quejas,
corrían voces de favoritismos y desigualdad de trato.
Esto sucede también en
nuestras parroquias. La ayuda de la comunidad a las personas necesitadas
—viudas, huérfanos y pobres en general—, parecía privilegiar a los cristianos
de origen judío respecto a los demás.
Entonces,
ante este conflicto, los Apóstoles afrontaron la situación: convocaron a una
reunión abierta también a los discípulos, discutieron juntos la cuestión.
Todos.
Los problemas, en efecto, no se resuelven simulando que no existan. Y es
hermosa esta confrontación franca entre los pastores y los demás fieles.
Se
llegó, por lo tanto, a una subdivisión de las tareas. Los Apóstoles hicieron
una propuesta que fue acogida por todos: ellos se dedicarán a la oración y al
ministerio de la Palabra, mientras que siete hombres, los diáconos, proveerán
al servicio de las mesas de los pobres.
Estos siete no fueron elegidos por ser
expertos en negocios, sino por ser hombres honrados y de buena reputación,
llenos de Espíritu Santo y de sabiduría; y fueron constituidos en su servicio
mediante la imposición de las manos por parte de los Apóstoles.
Y, así, de ese
descontento, de esa queja, de esas voces de favoritismo y desigualdad de trato,
se llegó a una solución.
Confrontándonos, discutiendo y rezando, así se
resuelven los conflictos en la Iglesia.
Confrontándonos, discutiendo y rezando.
Con la certeza de que las críticas, la envidias y los celos no podrán jamás
conducirnos a la concordia, a la armonía o a la paz.
También allí fue el
Espíritu Santo quien coronó este acuerdo; y esto nos hace comprender que cuando
dejamos la conducción al Espíritu Santo, Él nos lleva a la armonía, a la unidad
y al respeto de los diversos dones y talentos.
¿Habéis entendido bien? Nada de
críticas, nada de envidias, nada de celos. ¿Entendido?
Que la
Virgen María nos ayude a ser dóciles al Espíritu Santo, para que sepamos
estimarnos mutuamente y converger cada vez más profundamente en la fe y en la
caridad, teniendo el corazón abierto a las necesidades de los hermanos.
Plaza de San Pedro V domingo de Pascua, 18 de mayo de 2.014
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