«El
Señor ha enviado su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch 12,11).
En los comienzos del servicio de Pedro en la comunidad cristiana de Jerusalén,
había aún un gran temor a causa de la persecución de Herodes contra algunos
miembros de la Iglesia.
Habían matado a Santiago, y ahora encarcelado a Pedro,
para complacer a la gente. Mientras estaba en la cárcel y encadenado, oye la
voz del ángel que le dice: «Date prisa, levántate... Ponte el cinturón y las sandalias...
Envuélvete en el manto y sígueme» (Hch 12,7-8).
Las cadenas cayeron y la
puerta de la prisión se abrió sola. Pedro se da cuenta de que el Señor lo «ha
librado de las manos de Herodes»; se da cuenta de que Dios lo ha liberado del
temor y de las cadenas. Sí, el Señor nos libera de todo miedo y de todas las
cadenas, de manera que podamos ser verdaderamente libres. La celebración
litúrgica expresa bien esta realidad con las palabras del estribillo del Salmo
responsorial: «El Señor me libró de todos mis temores». Aquí
está el problema para nosotros, el del miedo y de los refugios pastorales.
Nosotros
-me pregunto-, queridos hermanos obispos, ¿tenemos miedo?, ¿de qué tenemos
miedo? Y si lo tenemos, ¿qué refugios buscamos en nuestra vida
pastoral para estar seguros? ¿Buscamos tal vez el apoyo de los que tienen poder
en este mundo? ¿O nos dejamos engañar por el orgullo que busca gratificaciones
y reconocimientos, y allí nos parece estar a salvo?
¿Queridos hermanos obispos,
dónde ponemos nuestra seguridad? El
testimonio del apóstol Pedro nos recuerda que nuestro verdadero refugio es
la confianza en Dios: ella disipa todo temor y nos hace libres de toda
esclavitud y de toda tentación mundana. Hoy, el Obispo de Roma y los demás
obispos, especialmente los Metropolitanos que han recibido el palio, nos
sentimos interpelados por el ejemplo de san Pedro a verificar nuestra confianza
en el Señor.
Pedro
recobró su confianza cuando Jesús le dijo por tres veces: «Apacienta mis
ovejas» (Jn 21,15.16.17). Y, al mismo tiempo él, Simón, confesó por tres
veces su amor por Jesús, reparando así su triple negación durante la pasión.
Pedro siente todavía dentro de sí el resquemor de la herida de aquella
decepción causada a su Señor en la noche de la traición. Ahora que él pregunta:
«¿Me amas?»,
Pedro no confía en sí mismo y en sus propias fuerzas, sino en
Jesús y en su divina misericordia: «Señor, tú conoces todo; tú sabes que te
quiero» (Jn 21,17). Y aquí desaparece el miedo, la inseguridad, la
pusilanimidad.
Pedro ha
experimentado que la fidelidad de Dios es más grande que nuestras infidelidades
y más fuerte que nuestras negaciones. Se da cuenta de que la fidelidad del
Señor aparta nuestros temores y supera toda imaginación humana. También hoy, a
nosotros, Jesús nos pregunta: «¿Me amas?».
Lo hace precisamente porque conoce
nuestros miedos y fatigas. Pedro nos muestra el camino: fiarse de él, que «sabe
todo» de nosotros, no confiando en nuestra capacidad de serle fieles a él, sino
en su fidelidad inquebrantable. Jesús nunca nos abandona, porque no puede
negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13).
Es fiel. La fidelidad que Dios nos
confirma incesantemente a nosotros, los Pastores, es la fuente de nuestra
confianza y nuestra paz, más allá de nuestros méritos. La fidelidad del Señor
para con nosotros mantiene encendido nuestro deseo de servirle y de servir a
los hermanos en la caridad.
El amor
de Jesús debe ser suficiente para Pedro. Él no debe ceder a la tentación de la
curiosidad, de la envidia, como cuando, al ver a Juan cerca de allí, preguntó a
Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21). Pero Jesús, frente a estas
tentaciones, le respondió: «¿A ti qué? Tú, sígueme» (Jn 21,22).
Esta
experiencia de Pedro es un mensaje importante también para nosotros, queridos
hermanos arzobispos. El Señor repite hoy, a mí, a ustedes y a todos los
Pastores: «Sígueme». No pierdas tiempo en preguntas o chismes inútiles; no te
entretengas en lo secundario, sino mira a lo esencial y sígueme.
Sígueme a
pesar de las dificultades. Sígueme en la predicación del Evangelio. Sígueme en
el testimonio de una vida que corresponda al don de la gracia del Bautismo y la
Ordenación. Sígueme en el hablar de mí a aquellos con los que vives, día tras
día, en el esfuerzo del trabajo, del diálogo y de la amistad. Sígueme en el
anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los últimos, para que a nadie le
falte la Palabra de vida, que libera de todo miedo y da confianza en la
fidelidad de Dios. Tú, sígueme.
Basílica Vaticana, 29 de junio de 2014
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