El Papa explica en su homilía que el consuelo verdadero es un don.
El Papa Francisco En Santa Marta (Foto Copyright Osservatore Romano)
¿Cómo está nuestro corazón? ¿Abierto y capaz de pedir el don del consuelo para después transmitirlo a los otros, como un don del Señor? o “¿’cerrado’, ricos de espíritu, es decir, ‘suficientes’ que se consuelan mirándose al espejo?
El Papá profundizó en el concepto de ‘consuelo’ e indica que la primera característica para que exista es que se necesita de otro, (alteridad o otredad).
“La experiencia del consuelo, que es una experiencia espiritual, siempre tiene necesidad de una alteridad para ser plena: nadie puede consolarse a sí mismo, nadie. Y quien trata de hacerlo, termina mirándose en el espejo, se mira en el espejo, trata de alterarse a sí mismo, de aparecer”, dijo.
Y si uno se acaba consolando “con estas cosas cerradas que no lo dejan crecer y el aire que respira es ese aire narcisista de la autorreferencialidad. Se trata del consuelo falseado que no deja crecer. Y esto no es el consuelo, porque está cerrado, le falta una alteridad”.
El Santo Padre recordó que el Evangelio esta lleno de ejemplos, “como los doctores de la Ley, llenos de su propia suficiencia, el rico Epulón que vivía de fiesta en fiesta pensando que así se sentía consolado, o el que mejor expresa esta actitud que corresponde a la oración del fariseo ante el altar que dice: ‘Te doy gracias, porque no soy como los demás'”.
Así, precisa el Papa, “Él se miraba en el espejo, miraba su propia alma falseada de ideologías y daba gracias al Señor”.
Jesús hace ver que podemos volvernos personas que viven con esta actitud, y por lo tanto “jamás llegaremos a la plenitud”, al máximo porque nos ‘hincharnos’ de vanagloria.
El consuelo, para que sea verdadero, tiene necesidad ‘de otro’. Ante todo se recibe porque “es Dios quien consuela”, quien da este “don”.
“Yo dejo entrar el consuelo del Señor como don es porque tengo necesidad de ser consolado. Estoy necesitado: para ser consolado es necesario reconocer que estoy necesitado. Sólo así el Señor viene, nos consuela y nos da la misión de consolar a los demás. Y no es fácil tener el corazón abierto para ‘recibir el don’ y ‘ser servicial’, las dos alteridades que hacen posible el consuelo”.
Precisamente el Evangelio de las Bienaventuranzas, dice “quiénes son los felices, quiénes son los bienaventurados”:
“Los pobres, el corazón se abre con una actitud de pobreza, de pobreza de espíritu. Los que saben llorar, los mansos, la mansedumbre del corazón; los hambrientos de justicia, los que luchan por la justicia; los que son misericordiosos, los que tienen misericordia con los demás; los puros de corazón; los que trabajan por la paz y los que son perseguidos por la justicia, por el amor a la justicia. Así el corazón se abre y el Señor viene con el don del consuelo y la misión de consolar a los demás”.
En cambio son “cerrados” los que se sienten “ricos de espíritu, es decir, “suficientes”, “los que no tienen necesidad de llorar porque se sienten justos”, los violentos que no saben qué es la mansedumbre, los injustos que realizan injusticias, los que carecen de misericordia, y que jamás tienen necesidad de perdonar porque no sienten que deban ser perdonados, “aquellos sucios de corazón”, los “creadores de guerras” y no de paz, y aquellos que jamás son criticados o perseguidos porque no les importa de las injusticias hacia las demás personas.
“Esos tienen un corazón cerrado”: no son felices porque no pueden, obtener el don del consuelo para después dárselo a los demás.
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