«Sentí que tenía que venir hoy aquí a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias».
Acostumbrarse al sufrimiento del otro es lo que alimenta la globalización de la indiferencia y multiplica la multitud de los «responsables anónimos y sin rostro». Fue muy dura la condena del Papa Francisco. Hablaba desde Lampedusa, en el extremo sur de Europa, pero se dirigía al mundo, fijándolo en su propia responsabilidad ante el drama de cuantos están obligados a huir de su propia tierra en busca de un lugar donde vivir en paz y dignamente. El Santo Padre poco antes había escuchado la petición de ayuda por parte de un grupo de estos hermanos desembarcados en Lampedusa. Inmediatamente desde el altar de la misa relanzó sus gritos: «han pasado por las manos de los traficantes... ¡Cuánto han sufrido! Y algunos no han conseguido llegar».
El Papa explicó que el primer viaje de su pontificado es precisamente por ellos, por estas víctimas de una violencia inaudita. Cuando hace algunas semanas recibió la noticia del enésimo estrago en el mar, recordó, «sentí que tenía que venir hoy aquí a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias para que lo que ha sucedido no se repita».
Especial gratitud manifestó el Papa Francisco a los habitantes de Lampedusa y Linosa, a las asociaciones, los voluntarios y las fuerzas de seguridad: «¡Ustedes son una pequeña realidad, pero dan un ejemplo de solidaridad!». Lamentablemente, agregó, «La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros». Por ello invocó al Señor pidiendo «perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas, te pedimos, Padre, perdón por quien se ha acomodado y se ha cerrado en su propio bienestar que anestesia el corazón, te pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que llevan a estos dramas».
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