Hablando a los Apóstoles en la Última Cena,
Jesús dijo que, tras marcharse de este mundo, les enviaría el don del Padre,
es decir, el Espíritu Santo (cf.Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con
poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los
discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue
única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se
ha renovado y se renueva aún.
Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue
cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña
y nos recuerda y nos hace hablar.
El Espíritu Santo nos enseña: es el
Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de
la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la
Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el
camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus
huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de
vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero
dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.
El Espíritu Santo nos recuerda, nos
recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y
mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.
Este recordar en el Espíritu y gracias al
Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la
presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia.
El Espíritu de verdad y de
caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más
plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta
experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se
relaciona con un pasaje de la Escritura...
Es el Espíritu que nos hace recorrer
este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de
nuestra parte una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor
medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en
actitudes, opciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda
el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo.
Un cristiano sin memoria no es un verdadero
cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer
prisionero del momento, que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe
leerla y vivirla como historia de salvación.
En cambio, con la ayuda del
Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los
acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en
nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don
del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria
cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que
desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra
Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.
El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda,
y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay
cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.
Nos hace hablar con Dios en la oración.
La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el
Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo
Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de
decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan
llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de
nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el
Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar
con los demás reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con
amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las
esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.
Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos
hace hablar también a los hombres en laprofecía, es decir, haciéndonos
«canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con
franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias,
pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de
amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.
Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña
el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y
decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos
hace hablar en la profecía.
El día de Pentecostés, cuando los discípulos
«se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en
salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia,
que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con
prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes,
las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apóstoles:
no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay
evangelización. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia
católica invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!
Plaza de San Pedro, 8 de junio de 2.014
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