SANTIAGO DE CUBA, 22 Sep. 15 -
En su cuarto y último día de visita apostólica en Cuba, el Papa Francisco presidió la celebración de la Santa Misa
en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, en Santiago de
Cuba. En su homilía, el Santo Padre alentó a los fieles cubanos a estar
“comprometidos con la vida, la cultura, la sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos”.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco en el
Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, en Santiago de Cuba:
El Evangelio que escuchamos nos pone de frente al movimiento que genera
el Señor cada vez que nos visita: nos saca de casa. Son imágenes que una
y otra vez estamos invitados a contemplar. La presencia de Dios en
nuestra vida nunca nos deja quietos, siempre nos motiva al movimiento.
Cuando Dios visita, siempre nos saca de casa. Visitados para visitar,
encontrados para encontrar, amados para amar.
Ahí vemos a María, la primera discípula. Una joven quizás de entre 15 y
17 años, que en una aldea de Palestina fue visitada por el Señor
anunciándole que sería la madre del Salvador. Lejos de «creérsela» y
pensar que todo el pueblo tenía que venir a atenderla o servirla, ella
sale de casa y va a servir. Sale a ayudar a su prima Isabel. La alegría
que brota de saber que Dios está con nosotros, con nuestro pueblo,
despierta el corazón, pone en movimiento nuestras piernas, «nos saca
para afuera», nos lleva a compartir la alegría recibida como servicio,
como entrega en todas esas situaciones «embarazosas» que nuestros
vecinos o parientes puedan estar viviendo. El Evangelio nos dice que
María fue de prisa, paso lento pero constante, pasos que saben a dónde
van; pasos que no corren para «llegar» rápido o van demasiado despacio
como para no «arribar» jamás. Ni agitada ni adormentada, María va con
prisa, a acompañar a su prima embarazada en la vejez.
María, la primera discípula, visitada ha salido a visitar. Y desde ese
primer día ha sido siempre su característica particular. Ha sido la
mujer que visitó a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes.
Ha sabido visitar y acompañar en las dramáticas gestaciones de muchos de
nuestros pueblos; protegió la lucha de todos los que han sufrido por
defender los derechos de sus hijos. Y ahora, ella todavía no deja de
traernos la Palabra de Vida, su Hijo nuestro Señor.
Estas tierras también fueron visitadas por su maternal presencia. La
patria cubana nació y creció al calor de la devoción a la Virgen de la
Caridad. «Ella ha dado una forma propia y especial al alma cubana
–escribían los Obispos de estas tierras– suscitando los mejores ideales
de amor a Dios, a la familia
y a la Patria en el corazón de los cubanos». También lo expresaron sus
compatriotas cien años atrás, cuando le pedían al Papa Benedicto XV que
declarara a la Virgen de la Caridad Patrona de Cuba, y escribieron: «Ni
las desgracias ni las penurias lograron “apagar” la fe y el amor que
nuestro pueblo católico profesa a esa Virgen, sino que, en las mayores
vicisitudes de la vida, cuando más cercana estaba la muerte o más
próxima la desesperación, surgió siempre como luz disipadora de todo
peligro, como rocío consolador…, la visión de esa Virgen bendita, cubana
por excelencia… porque así la amaron nuestras madres inolvidables, así
la bendicen nuestras esposas».
En este Santuario, que guarda la memoria del santo Pueblo fiel de Dios
que camina en Cuba, María es venerada como Madre de la Caridad. Desde
aquí Ella custodia nuestras raíces, nuestra identidad, para que no nos
perdamos en caminos de desesperanza. El alma del pueblo cubano, como
acabamos de escuchar, fue forjada entre dolores, penurias que no
lograron apagar la fe, esa fe que se mantuvo viva gracias a tantas
abuelas que siguieron haciendo posible, en lo cotidiano del hogar, la
presencia viva de Dios; la presencia del Padre que libera, fortalece,
sana, da coraje y que es refugio seguro y signo de nueva resurrección.
Abuelas, madres, y tantos otros que con ternura y cariño fueron signos
de visitación, de valentía, de fe para sus nietos, en sus familias.
Mantuvieron abierta una hendija pequeña como un grano de mostaza por
donde el Espíritu Santo seguía acompañando el palpitar de este pueblo.
Y «cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de
la ternura y del cariño» (Evangelii gaudium, 288). Generación tras
generación, día tras día, estamos invitados a renovar nuestra fe.
Estamos invitados a vivir la revolución de la ternura como María, Madre
de la Caridad. Estamos invitados a «salir de casa», a tener los ojos y
el corazón abierto a los demás. Nuestra revolución pasa por la ternura,
por la alegría que se hace siempre projimidad, que se hace siempre
compasión que no es lástima, es padecer con para liberar; y nos lleva a
involucrarnos, para servir, en la vida de los demás. Nuestra fe nos hace
salir de casa e ir al encuentro de los otros para compartir gozos y
alegrías, esperanzas y frustraciones.
Nuestra fe, nos saca de casa para visitar al enfermo, al preso, al que
llora y al que sabe también reír con el que ríe, alegrarse con las
alegrías de los vecinos. Como María, queremos ser una Iglesia
que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus
sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de
unidad de un pueblo noble y digno.
Como María, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que salga de
casa para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como
María, queremos ser una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones
«embarazosas» de nuestra gente, comprometidos con la vida, la cultura,
la sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos. Todos
juntos, sirviendo, ayudando. Todos hijos de Dios, hijos de María, hijos
de esta noble tierra cubana.
Este es nuestro cobre más precioso, esta es nuestra mayor riqueza y el
mejor legado que podamos dejar: como María, aprender a salir de casa por
los senderos de la visitación. Y aprender a orar con María porque su
oración es memoriosa, agradecida; es el cántico del Pueblo de Dios que
camina en la historia. Es la memoria viva de que Dios va en medio
nuestro; es memoria perenne de que Dios ha mirado la humildad de su
pueblo, ha auxiliado a su siervo como lo había prometido a nuestros
padres y a su descendencia para siempre.
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