Ser cristiano o cristiana en el mundo de hoy no es cosa fácil.
Quienes quieren ser de Cristo, quienes optan por tomar en serio sus
enseñanzas y buscan instaurarlo todo en Él, experimentan inmediatamente
la oposición, la burla, el desprecio, el rechazo o la persecución no
sólo de los enemigos de Cristo, sino incluso de amigos y familiares.
A quien tiene el coraje de profesar su fe viviendo una vida coherente
con el Evangelio de Jesucristo se le acusa no pocas veces de “tomarse
las cosas demasiado en serio”, invitándosele a no ser “tan fanático”. La
presión recibida por los cristianos para que se acomoden al estilo de
vida mundana que “todos” llevan es fuerte y persistente, más aún cuando
se busca ser coherente. Un cristiano así será perseguido, pues «es un
reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible,
lleva una vida distinta de todas» (Sab 2, 14-15).
A nuestros hijos se les invita continuamente a pensar y actuar “como
todos los demás”, a seguir “las modas”, a confundirse con el montón, a
traicionar sus anhelos más profundos de felicidad, a silenciarlos
llevando una vida superficial o inmoral, a vivir sumergidos en la
borrachera que producen los placeres, o el poder o el tener.
Ante la abierta o también sutil pero intensa e incesante persecución
que sufrimos y sufriremos los católicos, tenemos dos posibilidades: o
nos amoldamos al mundo y a sus criterios, haciendo lo que todos hacen y
pensando como todos piensan para pasar desapercibidos, o perseveramos
firmes en la fe, confiados en el Señor, aunque ello nos cueste “sangre,
sudor y lágrimas”, aunque nos cueste de momento la dolorosa
incomprensión de nuestros familiares o amigos, con la conciencia de que
con nuestra perseverancia estaremos ganando la vida eterna que el Señor
nos tiene prometida (ver Lc 21, 19).
¿Cuál es mi opción? ¿Estoy dispuesto a perseverar en la vida cristiana contra viento y marea?
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